Noté un cuerpo próximo que se acurrucaba contra el mío. Una
mano me cogió por el hombro y con decisión me obligo a girarme mientras su cara se acercaba a la mia. Sin pedirme permiso, sin mediar una palabra, me besó en la boca. Un beso dulce y
húmedo, lleno de amor y de deseo. No pude reaccionar, o no quise o no supe, me
quedé petrificado, embargado por la sorpresa y con el corazón desbocado por la emoción del momento. Y
mientras su lengua se abría paso en mi boca, me abrazó. De repente su mano tocó
mi nuca velluda y ella saltó hacia atrás. Perdone, lo confundí con mi novio,
dijo azorada.
En el
tumulto del autobús no había reparado en ella, pero ahora la mirl mismo aroma único que le permitía
reconocerlo y distinguirlo entre un millón. Pues esta vez te falló el olfato,
le dije. El rubor que inundó su cara me obligó a corregirme de inmediato: pero no
te preocupes, me gustó mucho, le dije. No se me ocurrió nada mejor. Y no
mentía. é y tropecé con su mirada
vacía y su bastón blanco. Por eso me convenció su excusa. Me dijo que yo olía
como él, que nuestros cuerpos desprendían e
Llegó su parada y se bajó, enredandome en su ovillo de excusas, sin darme su nombre. No se nada de ella, pero desde entonces acapara mis pensamientos. Aunque, si he de ser sincero, es él quien me quita el sueño, su novio, mi gemelo olfativo. Ese hombre que se pasea por las calles de nuestra ciudad sin que nadie, salvo su novia ciega, se percate de que somos idénticos. Quizás lo haya visto mil veces pero, ciego como todos, no lo haya reconocido.
Este relato participa en la
convocatoria de @divagacionistas sobre #relatosOlores
de diciembre de
2016.